21 de octubre de 2015

Cadiztorias: "El mundo cuando shico"

Cuando era shico creía que cuando llovía en Cádi lo hacía en toas partes; cadicéntrico que es uno. Un mediodía de octubre de finales de los setenta o de primeros de los ochenta, andaba yo jugando a las canicas mientras esperaba a mi madre a la salida del colegio cuando empezó a llover. Ya entonces se le tenía miedo en Cádi a las cuatro gota. Si caían, las madres cambiaban sobre la marcha los planes y acudían a recogerte en coche; aunque vivieses a 200 metros mal contaos. Al llegar a la puerta der colegio abandonaban el utilitario en triple o cuarta fila formando un enorme atasco entre violentos toques de claxon, gritos e insultos y corrían a por ti tan solamente protegidas por una bolsa de plástico. Nunca supe si lo hacían para evitar mojarse o para evitar que los niños nos asustáramos con la desencajada expresión de sus rostros. De hecho siempre he pensado que el miedo a las cuatro gotas en cádi no era por la lluvia sino por las madres embolsadas del simago o del hipercádi que venían a secuestrar niños a las puertas de los colegios.  A su lado, el nota de la motosierra de la matanza de Texas y el sieso de viernes 13 eran un auténtico mojón.

Aquél día, el tirón con el que mi progenitora me levantó del suelo y me arrojó al interior del Simca que esperaba con las puertas abiertas formando el atasco, me hizo perder varias bolas. Mientras mi madre arrancaba pude ver como el góme y el Sánchez Rodríguez permanecían mirándolas bajo la lluvia, inmóviles, esperando a que fuera el otro quien lanzara el primer manotazo para justificar así la propia intervención… -¡mangabolas!... –¡tú también querías mangarlas!... –¡no!, ¡yo sólo iba a guardárselas al carajote del beníte!... –aro, aro… ¡po o me da la mitá o me chivo!… -toma…
La aceleración del simca me lanzó hacia atrás y el violento volantazo a la derecha que dio mi madre me estrelló contra la ventanilla izquierda. Entonces no había cinturones atrás. Eso era de simcas maricones. Tampoco había sillitas, ni elevadores, ni isofix, ni sistemas de anclajes infantiles. El asiento de atrás de un simca era como un simulador antigravedad; guapísimo. Siempre y cuando, eso si, no te reventaras la sien con la hiperdesarrollada maneta de la ventanilla. Aquella vez pude evitarlo y la usé para estabilizarme a media altura agarrándola con la mano derecha mientras con la izquierda trataba de alcanzar el asa de goma que traía de serie el 1200 en la parte superior de la ventanilla. Al conseguirlo, gracias a la fuerza centrífuga del volantazo, pude mantenerme en suspensión las décimas de segundo suficientes para ver a la madre del Sánchez Rodríguez trincar a su hijo de la misma manera y lanzarlo a las profundidades del seat Ronda. También pude ver al góme, perdón, al cabrón der góme, reuniendo to las bolas bajo la persistente lluvia. Jamás he olvidao su expresión de “gana la banca” mientras las acaparaba felizmente liberado, por la madre del Sánchez Rodríguez, de la posibilidad de reparto. Aunque fue una centésima de segundo, la misma que duró mi gravitación en la trasera del simca, se me hizo eterna; lo recuerdo como a cámara lenta.
Una vez salimos del atasco mi madre me dijo que ya que había cogido el coche iba a aprovechar para dejarme con mi abuela en el centro y emprendió la marcha. La lluvia arreciaba, pero los limpiaparabrisas del 1200 no se andaban con chiquitas y decapitaban las gotas antes que estas pudieran rozar siquiera el cristal. Eso era acero y no el de la espada de Conan. Su sola presencia hacía inútil y superflua la futura invención del sensor de lluvia pues las gotas no tenían cojones de llover sobre la majestuosa figura de un simca de los de entonces; El Panzer de las carreteras lo llamaban. Y no le venía grande el apodo, no, pues si rudo era por fuera más aún lo era por dentro. El espesor de su chapa lo convertía en una especie de blindado versión urbana y bajuna. Siempre pensé que la bola incandescente en la que Supermán cayó contra aquel sembrao de Kansas era realmente un simca 1200 derretido por la fricción con la atmósfera; ¿de qué otra forma podría si no haber sobrevivido supermán shico a tan tremendo impacto?...

De repente, en lo peor del chaparrón, el potente martilleo de la lluvia sobre el techo cesó por completo. Extrañado por aquel repentino silencio miré por la ventanilla y comprobé que estábamos pasando bajo la muralla de Puertatierra, así que me preparé para recibir de nuevo el impacto de aquel estruendoso repiqueteo encogiendo los hombros. -1, 2, 3… ¿qué anchura tiene la muralla, carajo?... 5, 6, 7… ¿qué pasa?... – yascampao, soltó mi madre. Instintivamente volví la vista atrás y, como quien sorprende a su madre sacando bolsas del altillo la noche de reyes o a su padre jincándose el anís y el turrón que le has dejado a Gaspar, la verdad se reveló ante mí: estaba lloviendo en Cádi pero no en Cádi-Cádi. ¿Cómo era eso posible?...

Maduré en lo que el simca tardó en bajar la Cuesta de Las Calesas. Mi madre me lo contó: -Cádi es tan grande que puede ser que en Loreto esté lloviendo y en La Viña no.

Aquel descubrimiento afectó a mi mente. En un instante mi mundo se llenó de interrogantes poniendo en duda todo lo que creía saber; el conjunto de saberes que hasta ese momento conformaban y sostenían mi ser, se tambaleaba: la leche con cacao, avellanas y azúcar es nocilla, para prolongar la vida de la lavadora hay que usar calgón, el comando G siempre alerta está y cuando el sol calienta y sientes su calor usa copertón… todo ello se desvaneció de repente. La única certeza que quedó en mi cabeza era que er góme seguía siendo un cabrón por haberse quedao con mis bolas. Ya lo cogería.

Pero algo había cambiado en mí. Lo supe desde el mismo instante en que mi madre aparcó el simca en la plaza de La Catedral. Si, en esa época se aparcaba delante de La Catedral; y dentro, y al lao, y encima si había hueco. Era más observador, más curioso, y sentía la necesidad de actualizar mi propia idea de la verdadera dimensión del mundo. Quizás por eso nada más bajar del coche noté que los niños se comportaban de manera diferente, parecían extranjeros. Para cuando llegué con mi madre a la Plaza de Candelaria ya no tenía ninguna duda de que el extranjero era yo. ¿Qué extraña forma de hablar era esa?... sus bromas, sus insultos… todo era diferente. De pronto, en un corrillo infantil junto a la estatua, lo vi por primera vez: El trompo había llegado a Cádi-Cádi. A Cádi aún no. Y llovía.

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