Cuando era shico creía que cuando llovía en Cádi lo hacía en
toas partes; cadicéntrico que es uno. Un mediodía de octubre de finales de los
setenta o de primeros de los ochenta, andaba yo jugando a las canicas mientras
esperaba a mi madre a la salida del colegio cuando empezó a llover. Ya entonces
se le tenía miedo en Cádi a las cuatro gota. Si caían, las madres cambiaban
sobre la marcha los planes y acudían a recogerte en coche; aunque vivieses a
200 metros mal contaos. Al llegar a la puerta der colegio abandonaban el
utilitario en triple o cuarta fila formando un enorme atasco entre violentos
toques de claxon, gritos e insultos y corrían a por ti tan solamente protegidas
por una bolsa de plástico. Nunca supe si lo hacían para evitar mojarse o para
evitar que los niños nos asustáramos con la desencajada expresión de sus
rostros. De hecho siempre he pensado que el miedo a las cuatro gotas en cádi no
era por la lluvia sino por las madres embolsadas del simago o del hipercádi que
venían a secuestrar niños a las puertas de los colegios. A su lado, el nota de la motosierra de la
matanza de Texas y el sieso de viernes 13 eran un auténtico mojón.
Aquél día, el tirón con el que mi progenitora me levantó del
suelo y me arrojó al interior del Simca que esperaba con las puertas abiertas
formando el atasco, me hizo perder varias bolas. Mientras mi madre arrancaba
pude ver como el góme y el Sánchez Rodríguez permanecían mirándolas bajo la
lluvia, inmóviles, esperando a que fuera el otro quien lanzara el primer manotazo
para justificar así la propia intervención… -¡mangabolas!...
–¡tú también querías mangarlas!... –¡no!, ¡yo sólo iba a guardárselas al
carajote del beníte!... –aro, aro… ¡po o me da la mitá o me chivo!… -toma…
La aceleración del simca me lanzó hacia atrás y el violento
volantazo a la derecha que dio mi madre me estrelló contra la ventanilla
izquierda. Entonces no había cinturones atrás. Eso era de simcas maricones.
Tampoco había sillitas, ni elevadores, ni isofix, ni sistemas de anclajes
infantiles. El asiento de atrás de un simca era como un simulador antigravedad;
guapísimo. Siempre y cuando, eso si, no te reventaras la sien con la
hiperdesarrollada maneta de la ventanilla. Aquella vez pude evitarlo y la usé
para estabilizarme a media altura agarrándola con la mano derecha mientras con
la izquierda trataba de alcanzar el asa de goma que traía de serie el 1200 en
la parte superior de la ventanilla. Al conseguirlo, gracias a la fuerza
centrífuga del volantazo, pude mantenerme en suspensión las décimas de segundo
suficientes para ver a la madre del Sánchez Rodríguez trincar a su hijo de la
misma manera y lanzarlo a las profundidades del seat Ronda. También pude ver al
góme, perdón, al cabrón der góme, reuniendo to las bolas bajo la persistente
lluvia. Jamás he olvidao su expresión de “gana la banca” mientras las acaparaba
felizmente liberado, por la madre del Sánchez Rodríguez, de la posibilidad de
reparto. Aunque fue una centésima de segundo, la misma que duró mi gravitación
en la trasera del simca, se me hizo eterna; lo recuerdo como a cámara lenta.
Una vez salimos del atasco mi madre me dijo que ya que había
cogido el coche iba a aprovechar para dejarme con mi abuela en el centro y
emprendió la marcha. La lluvia arreciaba, pero los limpiaparabrisas del 1200 no
se andaban con chiquitas y decapitaban las gotas antes que estas pudieran rozar
siquiera el cristal. Eso era acero y no el de la espada de Conan. Su sola
presencia hacía inútil y superflua la futura invención del sensor de lluvia
pues las gotas no tenían cojones de llover sobre la majestuosa figura de un
simca de los de entonces; El Panzer de las carreteras lo llamaban. Y no le
venía grande el apodo, no, pues si rudo era por fuera más aún lo era por
dentro. El espesor de su chapa lo convertía en una especie de blindado versión
urbana y bajuna. Siempre pensé que la bola incandescente en la que Supermán
cayó contra aquel sembrao de Kansas era realmente un simca 1200 derretido por
la fricción con la atmósfera; ¿de qué otra forma podría si no haber sobrevivido
supermán shico a tan tremendo impacto?...
De repente, en lo peor del chaparrón, el potente martilleo de
la lluvia sobre el techo cesó por completo. Extrañado por aquel repentino
silencio miré por la ventanilla y comprobé que estábamos pasando bajo la
muralla de Puertatierra, así que me preparé para recibir de nuevo el impacto de
aquel estruendoso repiqueteo encogiendo los hombros. -1, 2, 3… ¿qué anchura tiene la muralla, carajo?... 5, 6, 7… ¿qué
pasa?... – yascampao, soltó mi madre. Instintivamente volví la vista atrás
y, como quien sorprende a su madre sacando bolsas del altillo la noche de reyes
o a su padre jincándose el anís y el turrón que le has dejado a Gaspar, la
verdad se reveló ante mí: estaba lloviendo en Cádi pero no en Cádi-Cádi. ¿Cómo
era eso posible?...
Maduré en lo que el simca tardó en bajar la Cuesta de Las
Calesas. Mi madre me lo contó: -Cádi es
tan grande que puede ser que en Loreto esté lloviendo y en La Viña no.
Aquel descubrimiento afectó a mi mente. En un instante mi
mundo se llenó de interrogantes poniendo en duda todo lo que creía saber; el
conjunto de saberes que hasta ese momento conformaban y sostenían mi ser, se
tambaleaba: la leche con cacao, avellanas y azúcar es nocilla, para prolongar
la vida de la lavadora hay que usar calgón, el comando G siempre alerta está y
cuando el sol calienta y sientes su calor usa copertón… todo ello se desvaneció
de repente. La única certeza que quedó en mi cabeza era que er góme seguía
siendo un cabrón por haberse quedao con mis bolas. Ya lo cogería.
Pero algo había cambiado en mí. Lo supe desde el mismo
instante en que mi madre aparcó el simca en la plaza de La Catedral. Si, en esa
época se aparcaba delante de La Catedral; y dentro, y al lao, y encima si había
hueco. Era más observador, más curioso, y sentía la necesidad de actualizar mi
propia idea de la verdadera dimensión del mundo. Quizás por eso nada más bajar
del coche noté que los niños se comportaban de manera diferente, parecían
extranjeros. Para cuando llegué con mi madre a la Plaza de Candelaria ya no
tenía ninguna duda de que el extranjero era yo. ¿Qué extraña forma de hablar
era esa?... sus bromas, sus insultos… todo era diferente. De pronto, en un
corrillo infantil junto a la estatua, lo vi por primera vez: El
trompo había llegado a Cádi-Cádi. A Cádi aún no. Y llovía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario